Al final de la calle Rojas Magallanes, justo donde se cruza con Tobalaba, en la comuna de La Florida, se alza una cruz. No es una cruz cualquiera, es un monumento silencioso que susurra historias de un pasado turbulento, un pasado que marcó a fuego la historia de Chile. En este lugar, donde la ciudad se encuentra con la precordillera, la memoria nos transporta a una noche fría de agosto de 1891: la tragedia de Lo Cañas.
Imaginemos la escena de un grupo de jóvenes, la mayoría de las familias acomodadas, pero también artesanos y campesinos, que se reúnen en la Hacienda Lo Cañas. Son idealistas, llenos de sueños de un país más justo, opuestos a un régimen que consideran dictatorial. Se hacen llamar “montoneros”, y su objetivo es derrocar al presidente José Manuel Balmaceda. Sin embargo, la inexperiencia los acompaña, su organización es deficiente, y su armamento, escaso. No son soldados, son jóvenes con más pasión que estrategia.
La noche del 19 de agosto, la oscuridad del bosque de Panul, hoy el último bosque nativo de Santiago, se tiñó de horror. Las fuerzas del gobierno, lideradas por el comandante Alejo San Martín, un veterano curtido en la Guerra del Pacífico, los sorprenden. “¡Fuego, descuartizar a los futres canallas!”, se escucha el grito estremecedor que desata el caos. Lo que sigue es una carnicería humana donde no hay espacio para la piedad. Los jóvenes, superados en número y en armas, intentan huir, se esconden entre los árboles, pero la sentencia ya está dictada.
Los relatos de la época hablan de torturas atroces: mutilaciones, lenguas y orejas cortadas, cuerpos destrozados a sablazos y hachazos. Los gritos de dolor se pierden en la noche, mientras el fuego, iniciado para borrar las huellas de la masacre, se extiende por el bosque, consumiendo todo a su paso. La desdicha humana se convierte también en una tragedia ecológica.
Los cuerpos, irreconocibles, calcinados y deformes, son llevados a la ciudad en cinco carretones. El espectáculo macabro conmociona a Santiago. La brutalidad del acto, la saña con la que se ejecutó, marcan un punto de inflexión en la guerra civil.
Hoy, la cruz se levanta como un recordatorio, un llamado a no olvidar. La Masacre de Lo Cañas no fue solo el asesinato de 84 jóvenes, sino que también un acto de barbarie que expuso la crueldad a la que puede llegar el ser humano. Es un recordatorio de que la guerra, cualquiera que sea, no tiene vencedores, solo deja rastros de dolor y destrucción.
Al visitar este lugar, al observar la cruz que se recorta contra el cielo, recordamos a las víctimas, reflexionamos sobre la importancia de la justicia y la democracia, y renovamos nuestro compromiso con la paz y el diálogo como únicos caminos para construir un futuro mejor.
La memoria, como la llama eterna que debería arder junto a cada monumento, nos recuerda que esta historia no debe repetirse.
Por: José Pedro Hernández Historiador y académico Escuela de Pedagogía en Educación Básica Universidad de Las Américas