Al conmemorarse hoy 10 de septiembre el Día Mundial de la Prevención del Suicidio, no podemos dejar de recordar a tantos que han perdido su batalla personal contra el dolor del alma. Aproximadamente 800.000 personas cada año se quitan la vida en el mundo, mientras que en Chile la cifra anual bordea las 2.000 personas, lo que significa más de cinco muertes al día por esta causa. Preocupa especialmente en nuestro país el elevado número de adolescentes e incluso niños que no logran ver otra salida a su sufrimiento que no sea la muerte.
Pero no podemos olvidar que, detrás de las estadísticas, hay seres humanos que han perdido la esperanza, que se sienten solos aun cuando estén rodeados de gente, que no poseen las herramientas necesarias para desenvolverse en un mundo individualista y competitivo. No es posible encasillar a quienes se suicidan, ya que varía tanto su edad como su grupo socioeconómico, su nivel educacional, sus rasgos de personalidad y otros factores. Sin embargo, tanto nuestra experiencia como algunos autores que han escrito últimamente al respecto nos señalan que quizás la hipersensibilidad sea una característica común. Para las personas muy sensibles, cada dolor que los demás experimentan como parte normal de la vida puede adquirir proporciones dramáticas y, al irse acumulando un dolor tras otro, conducir a un callejón sin salida.
Resulta de gran importancia entender este proceso, porque nos ayuda a ponernos en el lugar del suicida y a darnos cuenta de que no estamos libres de que esta tragedia nos ocurra a nosotros mismos o a nuestros seres queridos. Asimismo, nos obliga a reflexionar sobre qué estamos haciendo como sociedad para dar cabida a aquellos que precisan más cariño, más apoyo comunitario, más “oreja”, más abrazos. Pareciera que estamos incentivando el desarraigo, no sólo al desconectarnos de nuestras necesidades ancestrales de solidaridad y protección mutua, sino también de nuestra propia dimensión espiritual, de nuestra voz interna.
Con tristeza vemos asimismo la tremenda soledad y el dolor desgarrador en que quedan sumidos los familiares y amigos de quienes mueren por suicidio. En un período en que requieren más que nunca la compañía y el afecto de sus cercanos, no son pocos los que relatan que se sienten estigmatizados, culpados e incluso abandonados – como si el suicidio fuera contagioso – lo cual profundiza su sensación de desvalimiento y se convierte en un factor más de su elevado riesgo de suicidio en comparación con la población general.
El suicida no es un cobarde ni tampoco un valiente. No es un egoísta – quien piensa en el suicidio con frecuencia se siente una carga para los demás y quiere dejar de serlo – sino un ser humano que sufre, que experimenta un dolor psíquico inimaginable para las personas que no han pasado por ese trance. Compasión, entonces, es lo que pedimos tanto para quienes ponen fin a su vida intentando en realidad poner fin a su padecimiento, como para aquellos que quedan aquí tratando valientemente de buscarle un sentido a lo inexplicable.
PAULINA DEL RÍO J.
Presidenta
Fundación José Ignacio